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La génesis de Papelerías, contada por él mismo[1]
Llevaba meses reuniendo información y entrevistas a
libreros, y varias semanas intensivas escribiendo el primer borrador de Papelerías, pero hasta ayer no conseguí
entrar en él. Acumulaba fragmentos, pero era incapaz de ver el bosque. De
pronto, abandonando la penosa heterotopía en la que me encontraba sumido,
cambié el porcentaje de la "vista” del documento en Word. De 200%, pantalla completa,
pasé a 100%, tres páginas por pantalla. Subía y bajaba el ratón con una
fruición cada vez más animal. Podía controlar hasta seis páginas por
pantallazo.
Entonces, por un breve momento, fui uno con
Dios. Vi que el mundo era un sueño lúcido, y que mi alma de lector, libre ahora
de su pecaminoso traje terrenal, remontaba el vuelo en busca de desconocidos
horizontes. Al alcanzar el punto de Lagrange más cercano – esto fue instinto y
no otra cosa – sentí, a medida que empezaba a decrecer la lucidez del sueño,
como me agitaba en todas direcciones
presa de exóticas turbulencias, pero logré no perder la compostura – he escrito
demasiadas crónicas de viaje como para no saber cómo comportarme en todo tipo
de situaciones. Donde antes solo veía
librerías ahora empecé a ver bibliotecas.
Extasiado, comí peras en la Villa de los
Papiros, y comí manzanas en la Biblioteca de Asurbanipal. Hastiado (dado el
natural simbólico de estos manjares), me solacé con las sempiternas llamas de
la Biblioteca de Alejandría. Ahí hice dos descubrimientos maravillosos: las
llamas, no el ave, son el Fénix y, en
segundo lugar, conocí el número exacto de demonios que caben en la cabeza de un
escritor de bien… Me puse a escribir como un loco. Cada libro es distinto.
Nunca sabes cuándo va a suceder el “clic”, en qué momento va a cambiar tu
mirada y vas a comenzar a ver todo claro. Aunque sea un puto espejismo.
[1] Inexplicable
la ojeriza del parodiador hacia el primer hombre que nos enseñó a distinguir
correctamente entre una librería –
con su atributo esencial de “desprendimiento” – y una biblioteca – “acaparamiento” -, una división que el agradecido
público ya ha sabido incorporar al panteón de las grandes dicotomías clásicas,
justo entre “bien y mal” y “arriba y abajo”.
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